Resultó ser una extraña mixtura cargada de hipocresía, la que se observó en la calle el martes pasado. A la hora de analizar la composición de la asistencia que se registró ese día en la multitudinaria marcha de reclamo laboral que se le hizo al Gobierno se dieron cosas insólitas.
Por ejemplo, se vio a los burócratas sindicales de la CGT codo a codo con gremialistas y políticos de izquierda, todos ellos ideológicos cultores de decisiones asamblearias que repugnan a los de la calle Azopardo, mientras que se escuchó a representantes de los trabajadores formalizados vociferar las mismas consignas que miembros de las organizaciones sociales que nuclean a miles de desocupados, clientela que los gremios más tradicionales fueron dejando a la vera del camino.
Uno de los motivos que le dio impulso a la movilización, como línea común que hermanó a toda la asistencia, fue marcar la oposición a algo que aún no pasó, más allá de algunas referencias que hizo el presidente Mauricio Macri al elevado costo del trabajo argentino, como es la discusión de una reforma laboral que seguramente habrá de llegar.
No sabemos aún de qué se trata, pero por las dudas nos ponemos en contra de la flexibilización, la precariedad y de las pretensiones de este gobierno neoliberal, se escuchó. "Rechazamos cualquier reforma laboral o previsional", dijo en su discurso el único orador de esa tarde, el triunviro cegetista Juan Carlos Schmid, quien debido a lo heterogéneo de la multitud que la CGT aceptó para hacer bulto fue silbado por la izquierda.
"Sabemos que los gremios se van a oponer siempre porque necesitan seguir en la misma sintonía que trabó el país por décadas", explican en la Casa Rosada y agregan que "por eso, piden controles de precios o el cierre de la economía; saben que con eso la inflación se empioja y con inflación, ellos son los reyes de las paritarias".
Más allá de la oposición por la oposición misma que denuncian, con algo de paranoia, en el Gobierno recordaron que se trata de un modus operandi de apretadas sindicales a presidentes no peronistas y desempolvaron los casos del rechazo a la Ley (Antonio) Mucci y la llamada flexibilización laboral del año 2000. "Quizás fue por eso mismo que Mauricio les marcó la cancha, tras el millón setecientos mil votos que avalaron al Gobierno en las PASO", sugirieron.
El primer recuerdo fue el del desafío al reordenamiento sindical que, tras años de dictadura, le hizo el presidente Raúl Alfonsín al gremialismo mayoritariamente peronista que había quedado perdidoso en las elecciones de 1983. Ante la posibilidad de ser removidos, la CGT, hasta entonces dividida, creó una conducción colegiada con Saúl Ubaldini, Osvaldo Borda, Ramón Baldassini y Jorge Triaca (padre del actual ministro de Trabajo) quienes jugaron fuerte en el Congreso y mandaron para atrás el proyecto que buscaba que caducaran todas las autoridades sindicales para normalizar los gremios.
En cuanto a la otra cuestión, la frutilla del postre después de varios avances flexibilizadores en tiempos del menemismo, se dio con Fernando de la Rúa ya en el Presidencia. En febrero de su primer año de gobierno, con apoyo de la Alianza y rechazo del justicialismo, la Cámara de Diputados le dio media sanción al proyecto que avanzaba en darle carácter jurídico al paquete desregulatorio, mientras que en abril, el Senado lo convirtió en Ley con la colaboración de algunos senadores peronistas, pese a la división de la CGT. Mientras Héctor Daer colaboró en pulir algunos puntos, Hugo Moyano, entonces jefe del ala disidente, denunció que el ministro de Trabajo, Alberto Flamarique, le había dicho que para los senadores del PJ tenía la Banelco y desató el escándalo.
"Esta historia de oponerse sin saber a qué más que algo ideológico es por plata. Nosotros creemos que es algo práctico, casi una razón de mercado podría decirse, pero ellos dicen no entender el argumento: si en la competencia por atraer inversiones, Brasil hizo una reforma laboral (aún no vigente) no nos podemos quedar atrás", se atajan en la Casa de Gobierno para justificar lo que efectivamente están pensando en materia de cambios en la legislación del trabajo. No quieren volver a perder el tren, cuando haya alguna otra oleada inversora hacia América Latina, dicen.
Si de inversiones extranjeras directas se trata, la brújula regional está girando en condiciones parecidas en varios países, muchos de ellos con un riesgo inferior al de la Argentina y competidores a la hora de pasar la gorra. Otro de los temas que rechazó Schmid, la reforma previsional, Temer también quiere llevarla adelante, pese a que está bloqueada en el Congreso. La resistida medida pretende establecer, por primera vez allí, una edad mínima para la jubilación: 65 años para los hombres y 62 para las mujeres.
Al decir del propio presidente de Brasil, un tercer ítem pasa por "simplificar nuestro sistema tributario y éste será otro punto que llevaremos adelante en poquísimo tiempo". Es verdad que en este tema la Argentina está avanzando, aunque también bajo las reglas del gradualismo económico, ya que la que tiene lista el Ministerio de Hacienda llegará al Congreso hacia fines de año.
Tras las elecciones, el Congreso será un hervidero, ya que el Gobierno deberá discutir tres cuestiones alineadas con los gobernadores y todas ellas implican más o menos fondos para las provincias.
En primera instancia está el Presupuesto y las reasignaciones que habrá que hacer para reducir la meta de déficit; luego, esta reforma tributaria que si bien será gradual y neutra en primera instancia, significa en buen romance que algunos deberán destaparse los pies si quieren cubrirse la cabeza. Y en tercer lugar, atender a un eventual fallo de la Corte Suprema sobre el reclamo bonaerense por el congelamiento del Fondo del Conurbano, situación más grave porque las provincias no quieren sacrificar fondos que se les han hecho habituales.
Ahora, si en todo esto pierde la Nación, la solvencia de cuentas públicas saneadas que pregona el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, quedará encerrada en un peligroso paréntesis.
Estas batallas hacia fin de año también necesitarán mucha muñeca de los negociadores gubernamentales y, salvo algunas cuestiones puntuales, es improbable que el Presidente muestre demasiado los dientes en este caso, ya que va a necesitar los votos de los legisladores que responden a los mandatarios provinciales para obtener las leyes que desea conseguir.
Mientras a Macri se lo cataloga como peronista por sus últimos dos o tres volantazos ajenos a los habituales modos de Cambiemos, algunos peligrosamente más cercanos al kirchnerismo más cerril y avasallador de las instituciones, como fue la secuencia de la suspensión del juez Eduardo Freiler o el anuncio electoral del alza jubilatoria semestral que acuerda una Ley de la Nación y no un gobierno, el caso de los sindicalistas es un férreo marcado de cancha que, además, tiene una clara connotación electoral.
Dejando de lado la violencia que ejercieron los incorregibles camioneros entre ellos mismos tirándose con las cruces simbólicas de los muertos en Malvinas que están en la Plaza de Mayo, ese papelón ha venido a ratificar el parecer popular: no hay un sector que tenga peor imagen en la Argentina que el sindical. Hoy, ocho de cada diez personas repudian a los dirigentes gremiales y a lo que representan, aunque hablen de plan de lucha y de paro general. Está claro que con Moyano y sus muchachos también del otro lado y cruzados por el Presidente, el Gobierno apuesta a mejorar significativamente sus chances para octubre.
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