Puede que el Papa Francisco no haya ordenado a los obispos que comparten sus ideas solidarizarse públicamente con los Moyano, pero sería comprensible que los monseñores Agustín Radrizzani y Jorge Lugones hayan creído contar con la venia papal.
Cuando los príncipes de la Iglesia, desconcertados por la renuncia de Joseph Ratzinger, decidieron colocar a Jorge Bergoglio en el trono de San Pedro, muchos que ya eran o que andando el tiempo serían macristas lloraron de alegría, mientras que los kirchneristas estallaron de rabia al ver al hombre que, según Néstor, había sido “el jefe espiritual de la oposición” transmutado en el Papa Francisco.
Ni los unos ni los otros previeron lo que pronto sucedería. Lejos de querer ayudar a quienes tendrían que intentar reparar los enormes daños que provocaron Cristina y sus adláteres, Francisco, que se proponía librar una cruzada planetaria contra el capitalismo “neoliberal” que a su entender está en la raíz de todos los males, no tardó en manifestar su desaprobación de Mauricio Macri y aliarse con los resueltos a frustrar sus esfuerzos por hacer de la Argentina un “país normal”.
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De más está decir que los más perjudicados por el fracaso del “modelo de Macri” serían los ya muy pobres y muchos que aún se mantienen a flote, pero para los especialistas en sacar provecho de la miseria ajena tal pormenor es lo de menos.
Puesto que a Bergoglio, un hombre de formación peronista, le importa poco la corrupción y el autoritarismo que son típicos del populismo de retórica supuestamente revolucionaria, no le fue difícil superar sus eventuales reparos para acercarse a la señora que en aquel entonces gobernaba el país. Para incomodidad de quienes creen que el Papa debería mantenerse por encima de la política y las ideologías terrenales, siempre ha tratado con mayor benevolencia a personajes como el venezolano Nicolás Maduro, el nicaragüense Daniel Ortega y el boliviano Evo Morales que a los dirigentes democráticos de la región que no comulgan con la izquierda.
Puede que el pontífice no haya ordenado a los obispos que comparten sus ideas solidarizarse públicamente con los Moyano y los nuevos amigos kirchneristas de los sindicalistas más temidos del país, además de exhortar a Macri a remplazar cuanto antes el “modelo económico” actual por otro muy distinto, pero sería comprensible que los monseñores Agustín Radrizzani y Jorge Lugones hayan creído contar con la venia papal. Saben muy bien que Bergoglio se siente más afín a los enemigos de Macri que a quienes rezan para que el país no sufra una nueva ruptura constitucional.
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La misa de campaña del sábado pasado en Luján que Radrizzani regaló a los pesados del sindicalismo, encabezados por Hugo y Pablo Moyano, y el encuentro amistoso de Lugones con Moyano padre un poco antes, encendieron luces de alarma en el tablero gubernamental. Los líderes de Cambiemos los tomaron por mensajes hostiles inequívocos. Trataron de minimizar su significado. Puede que Macri prefiera el budismo o ciertas variantes del hinduismo al catolicismo apostólico y romano, pero no quiere para nada emprender una “guerra cultural” contra la Iglesia por antonomasia aunque sólo fuera por miedo a ofender a los muchos católicos practicantes que lo respaldan. Felizmente para el Presidente, entre los obispos hay muchos que discrepan con Radrizanni y Lugones; entienden que sería un error de su parte brindar la impresión de estar militando al lado de individuos acusados de apropiarse indebidamente de grandes cantidades de dinero.
Además de asustar al Gobierno, la voluntad del par de obispos de homenajear a Hugo Moyano y su hijo dejó boquiabiertos a los muchos fieles que creen que la Iglesia debería ayudar a quienes quisieran ver encarcelados a integrantes de las mafias políticas y sindicales que se han transformado en multimillonarios a costa de los demás habitantes del país. A algunos, el espectáculo que se montó les habrá hecho recordar los versos de Antonio Machado sobre Don Guido, “¡aquel trueno! vestido de nazareno”, que en momentos difíciles de su vida salía “llevando un cirio en la mano” en un intento tardío de congraciarse con el Todopoderoso. Aunque es innegable que en las circunstancias que les han tocado les vino bien a los Moyano recibir bendiciones obispales, sorprendió que dos de los representantes más conspicuos de la Iglesia en el país aceptaran otorgarlas de forma tan ostentosa.
Los vaticanólogos suelen señalar que el Papa no puede seguir de cerca todas las vicisitudes de la laberíntica política argentina, ya que le corresponde ocuparse de asuntos muchísimo más significantes, y que por tanto sería injusto criticarlo por las maniobras cuestionables de sus subordinados. En principio, tienen razón, pero parecería que el santo padre no ha perdido interés en los avatares de su tierra natal. Aunque no le será dado preocuparse por los detalles menores, no cabe duda de que quienes se ufanan de ser sus delegados más confiables están colaborando activamente con grupos opositores cuyos objetivos distan de ser sólo teológicos.
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Como jesuita, Bergoglio entenderá que sería un error suponer que lo político debería separarse de lo religioso. Si bien a esta altura le parecerá muy poco probable que la Argentina experimente un auténtico renacer espiritual, le conformaría que la Iglesia Católica disfrutara de más poder fáctico, acaso lo bastante como para permitirle asegurar que en los años próximos no reaparezca el tema del aborto.
A inicios del papado de Francisco, muchos suponían que por ser cuestión de un personaje con más calle que el austero y cerebral Ratzinger, la Iglesia estaría en mejores condiciones para enfrentar los desafíos de los tiempos que corren. Por un rato bastante breve, parecía que habían acertado los que apostaron a que se erigiera en un caudillo espiritual mundial, pero se trataba de una ilusión. En Europa, su prédica apasionada a favor de los inmigrantes musulmanes ha enojado a la mayoría; en el Oriente Medio, la cuna del cristianismo, son muchos los fieles que se sienten traicionados por el jefe de la iglesia más influyente. Parecería que desde el punto de vista del Papa, el “diálogo” con los islamistas es mucho más importante que el destino de sus propios correligionarios.
En el transcurso de la aún breve gestión de Bergoglio, la Iglesia se ha desprestigiado todavía más a ojos de casi todos al multiplicarse las revelaciones de pedofilia clerical en América del Norte, Europa, Australia y, por supuesto, América latina, sobre todo en Chile. Si bien el Papa se afirma tan horrorizado como el que más por las acusaciones que siguen proliferando y que, en Estados Unidos, han obligado a la Iglesia a pagar multas que en muchas jurisdicciones amenazan con llevarla a la bancarrota, corre peligro de adquirir la reputación de ser un encubridor serial. Por ser un pontífice tan politizado, sería lógico que, por instinto, pensara más en las repercusiones de las denuncias que en la gravedad de los delitos perpetrados a través de los años por tantos clérigos que, lo mismo que en la época de los “Papas malos”, aprovecharon su ascendiente sobre los muy jóvenes para conseguir recompensas carnales.
La conducta perversa de muchos curas, obispos y hasta arzobispos, ha privado a la Iglesia Católica de la autoridad moral que necesitaría para luchar con éxito contra la pérdida de fe, para no hablar del “neoliberalismo”. En países que hasta hace poco dominaba, como Irlanda, Italia y España, son cada vez menos los dispuestos a prestar atención a lo que dicen los “doctores de la Iglesia”.
Para más señas, no ha pasado inadvertido el que en aquellos países la virtual eliminación de la influencia del clero se viera seguida por un boom económico notable; con razón o sin ella, muchos aún dan por descontado que el catolicismo,comprometido como está con esquemas corporativistas arcaicos y contrario a las actividades mercantiles, frena el desarrollo con el resultado de que las sociedades en que es hegemónico son más pobres y menos equitativas que las protestantes.
La decisión de buscar un Papa en América latina pudo atribuirse a la convicción de que sería inútil intentar salvar a Europa del escepticismo hedonista y que por lo tanto le convendría a la Iglesia concentrarse en defender la fe en otras latitudes donde podría expandirse entre quienes se sienten abandonados a su suerte en un mundo que no los necesita. Tal planteo tendría sus méritos, pero en el país más grande de América latina, Brasil, y también en América central, las despectivamente llamadas “sectas” evangélicas, muchas de ellas de origen norteamericano, además de las iglesias protestantes más tradicionales, están avanzando con rapidez en detrimento del catolicismo, sobre todo en los sectores más pobres de la población.
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Aunque en la Argentina la presencia de los evangélicos es menos fuerte que en Brasil, ya desempeñan un papel importante, algo que se hizo evidente cuando se debatía en el Congreso la ley destinada a permitir la despenalización y legalización del aborto, razón por la que el gobierno bonaerense las incluye en las redes de contención social que está formando. Será por tal motivo que obispos de simpatías izquierdistas quisieran cerrar filas con los presuntos militantes “nacionales y populares” que, dicho sea de paso, siempre han abrevado en fuentes católicas y que de todas formas podrían sentirse afines a un papa que todos los días reivindica la “opción por los pobres” que adoptaron los estrategas eclesiásticos algunas décadas atrás con el propósito de llenar el vacío dejado por la implosión del comunismo.
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