Los acuerdos hechos al amparo de las necesidades políticas –esas que determinan que los enemigos de otros concluyan como amigos propios– no deberían incluir cláusulas de impunidad para nadie
Ocurren cosas extrañas en la ciudad de Córdoba. Por ejemplo, que un chofer de camiones en un ente de barrido y limpieza concurra a su lugar de trabajo escoltado por varios guardaespaldas. Que estos cobren salarios municipales para desempeñar esa tarea (guardaespaldas del chofer de un camión recolector). Y que puedan seguir amedrentando a sus opositores gremiales y hasta agredirlos, sin que ello provoque extrañeza alguna en quienes deberían impedir que esos abusos ocurran.
Pero ocurren: Mauricio Saillén, procesado por motivos diversos junto a su adlátere Pascual Catrambone, amo y señor del Surrbac –el gremio de los recolectores de residuos– ha regresado al trabajo que lo vio escalar de manera meteórica hasta convertirlo en un émulo local de los perpetuos sindicalistas de la Confederación General del Trabajo, en una mezcla de poder, dinero, prepotencia y custodios que se desmoronó cuando la Justicia posó la mirada en sus asuntos.
Se desmoronó, pero no tanto: gracias a una disposición judicial, el exlíder –que sigue en el gremio a través de sus familiares– fue autorizado a desempeñarse como chofer, tras años de controlar el anterior Ente de Obras y Servicios (ahora Coys) en el que medraba buena parte de la cúpula sindical.
Para corroborar que algo cambió para que todo siga igual, custodios de Saillén atacaron días atrás a un supuesto opositor en la sede Parravicini del Coys. Los agresores eran liderados por Matías Peralta. Este guardaespaldas sigue cobrando desde hace años un sueldo municipal que los cordobeses pagan con sus impuestos. Su tarea: custodiar a Saillén, algo inadmisible para todos, menos para quienes deben velar para que estas cosas no ocurran.
En ese punto aparece la política, para explicar las cosas que no tienen explicación. Sin ella, resultaría imposible comprender que Saillén siga moviéndose a sus anchas, que sus guardaespaldas hagan de las suyas y que los cordobeses deban pagar los salarios de un conspicuo grupo de custodios naturalizando una intolerable irregularidad en el país de las excepciones, del cual Córdoba no es en absoluto una provincia diferente, como este mismo caso público y notorio lo demuestra.
Los acuerdos hechos al amparo de las necesidades políticas –esas que determinan que los enemigos de otros concluyan como amigos propios– no deberían incluir cláusulas de impunidad para nadie. Y mucho menos brindar a los contribuyentes el obsceno espectáculo de una violencia que se ejerce en la certeza de que se cuenta con el paraguas necesario para no afrontar costos judiciales.
Ese dato cierra la ecuación, que sería imperfecta si quienes hacen lo que hacen no contaran con la indulgencia de quienes dejan hacer.
Este tipo de incidentes reñidos con la ley y con la armonía social, vinculados con una figura que ya ha protagonizado demasiados episodios violentos, deberían encender más de una luz de alarma en las actuales autoridades de la Municipalidad de Córdoba. La inacción en este punto bien podría ser interpretada como complicidad, por los ciudadanos que quieren vivir en una Córdoba mejor.
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